Pequeño roedor. Era el apodo que tenía desde siempre, y fue
uno que no pudo quitarse de encima hasta ese día.
Pequeño Roedor desde siempre fue el más pequeño de la clase,
el más delgado, el único con los cabellos de punta como si se peinara día tras
día con una aspiradora, el único con un tono de piel amarillento, el único con
un rostro de ninguna forma simpático, y quizá por eso y al verse sometido,
desde el primer mes allí fuera, en ese extraño y peligroso mundo llamado
escuela, decidió ser el más temido. Sólo un mes duraron las burlas, los
empujones, la cabeza en el inodoro, los lápices rotos y los cuadernos sin
hojas. En tan sólo un mes la mirada castaña y perdida de Pequeño Roedor
adquirió la dureza del roble.
Su mente funcionaba de una forma diferente, muy distinta a
la de los demás niños. Desde los seis años y su primer grado, David Farey
entendió cuál era el significado de esa frase que hablaba del lobo y las
ovejas. En un mes comprendió que su lugar estaba en la manada, allí, como
cazador, como acechante, como un lobo. Solitario en un principio, pero en algún
momento como líder de una manada. Pequeño Roedor siguió siendo el más pequeño,
el más flaco, y posiblemente el más feo, pero nunca más fue el hazmerreír de la
escuela.
Ningún niño pudo explicarse de dónde surgía la fuerza de
David, y los que lo miraban con terror, se veían incapaces de abrir la boca
para soltar el contenido de los regalos que hacía Pequeño Roedor. Cartas con
amenazas disimuladas. Cajas con escarabajos, lagartijas, ratones o pájaros
abiertos en canal, casi siempre con la propia mascota de la víctima, a veces
con una pequeña nota: “¡Mira mi interior!” y la favorita de David: “¿Quieres
que te examine a ti también? Dolor garantizado”. No había forma de demostrar
que Pequeño Roedor era el que enviaba semejantes regalos a sus compañeros, o a
cualquiera que lo molestara. Ningún padre jamás pudo acusarlo de absolutamente
nada, y tras recibir nuevos presentes, o encontrar cosas francamente asquerosas
en sus camas, las ganas de seguirlo señalando como culpable se le quitaba a
cualquiera. Nadie podía apuntarlo con el dedo y decir “es él”, pero de una
forma u otra… todos lo sabían. David Farey le tenía una frase a eso: Intuición
e instinto de supervivencia.
De esa forma Pequeño Roedor se ganó el lugar que se merecía.
Era el lobo, el temido, el que cualquiera, a pesar de su edad, estatura o
delgadez, nadie se atrevía a molestar. Irónicamente no era el peor alumno de la
clase, el que se sentaba al fondo del aula a lanzar taquitos de papel, molestar
a las niñas o simplemente hacer el tonto. David Farey consideraba eso como poco
menos que una soberana estupidez. En su lugar solía sentarse delante, prestaba
atención, no interrumpía y si no entendía, que era la mayor parte del tiempo,
levantaba la mano y respetuosamente solicitaba que el maestro repitiera la
explicación. Sus calificaciones no llegaban ni de cerca a ser las mejores, mas
ningún profesor podía quejarse directamente de él. Algo los obligaba a mirarlo
con desconfianza, un recelo en muchos casos mal disimulado, y a pesar de ello, no
podían darle una explicación al sentimiento. Por su parte, Pequeño Roedor
reconocía esa mirada de oveja y podía decir sin temor a dudas: Intuición e
instinto de supervivencia. Después de todo, él era el lobo.
Por más años que pasaron y aunque seguía siendo el lobo, una
sola cosa David Farey jamás se pudo quitar de encima: su apodo. Siguió siendo
Pequeño Roedor. Por algún tiempo le molestó, más un día, tras reflexionar, se
dijo que podía permitirles esa pequeña libertad. Que siguieran llamándole de
esa forma. En sus corazones la verdad de quién era él estaba tan clara como el
agua, y eso sí que era lo importante. No tenía amigos, y tampoco los
necesitaba. Ningún matón cuidaba su espalda, porque no era necesario. Como todo
niño, en su momento su cuerpo dio el gran paso y junto a él, llegó la
secundaria, y para desgracia de su existencia, vino acompañado por el ser más
hermoso que David creyó jamás conocer: Linda King.
Pequeño Roedor tras mirarla por largo rato, y luego al
llegar a casa, tras pensar por un rato incluso más largo, pudo definirla
claramente en su mente: Piel como la canela, ojos como el chocolate, sonrisa
radiante, cabello negro como su alma, y exactamente igual a su nombre: Linda.
No supo cómo definir lo que ocurría en su cuerpo, específicamente entre sus
piernas y en su corazón. No era propio de él ponerse nervioso, atorarse con las
palabras, sudar y sentir el corazón a punto de salir galopando del pecho cuando
estaba frente a alguien. Y claro, menos aún sentía eso que según la internet,
se llamaba erección. Lo que sí pudo hacer fue darle un nombre: Problemas.
A sus once años, y según toda la información que pudo
conseguir en las redes, y preguntando un poco por aquí y otro por allá, supo
que ese problema no tenía una solución precisamente sencilla. Pequeño Roedor,
como el lobo que era, meditaba sus acciones. Pensaba y planificaba. No dejaba
casi nada al azar, y aunque le dio vueltas y más vueltas a Linda, lo único que
consiguió fue pensar cada vez más en ella y preocuparse por su posible rechazo.
Quería llamar su atención, y no sabía cómo. Posiblemente por eso un recuerdo
vino a su mente.
Tres años atrás apareció en las noticias un extraño fenómeno
que revolucionó por completo al mundo. Provocó muertes, enfrentamientos, y
prácticamente el mundo estuvo a punto de caer en un auténtico apocalipsis.
Niños y adolescentes con poderes. Fue algo sobrenatural que ninguna mente
humana estuvo, ni estaba dispuesta a tolerar, ni a buscar una razón lógica, y
simplemente por miedo, una nueva cacería de brujas tuvo lugar en el planeta,
sólo que esta vez la magia, o poderes eran reales, y sus dueños en el mejor de
los casos alcanzaba a tener quince años. Con gran interés David siguió las
noticias por la internet, ya que en la televisión apenas se conocía lo más
relevante. A pesar de todo, de las luchas, las muertes, los jóvenes enfrentados
y los adultos aterrados, para ese momento Pequeño Roedor quiso ser como uno de
esos extraños chicos con poderes, ya que lo ayudaría a afianzar su lugar como
lobo. Esa idea ni siquiera llegó a estar un mes en su cabeza. Definitivamente
serviría como puntal, pero si hasta ese momento su posición se mantenía, con
total seguridad lo seguiría haciendo siempre y cuando no apareciera un chico
extraño de esos en su escuela.
Ahora los recuerdos volvían y las imágenes junto a ellos. No
estaba seguro del todo, pero no dejaba de ser una posibilidad. Reconocía lo
extraño que era en todos los aspectos, pero su fuerza algo sobrenatural para su
tamaño y contextura de vez en cuando lo hacía pensar que, aunque fuese pequeña,
la posibilidad de que él, David Farey, mejor conocido como Pequeño Roedor
pertenecía a ellos. A esos chicos con extraños y sobrenaturales poderes.
¿Serviría? ¿Con eso tenía alguna posibilidad de llamar la atención de Linda?
Como un tonto se quedaba mirándola a la hora de entrada, de
recreo, en la salida, en el almuerzo, o en cualquier oportunidad. Extrañamente,
y aunque con total seguridad media secundaria, medio barrio y a lo mejor todo
el planeta le habrían hablado de Pequeño Roedor y lo psicópata que era, Linda…
simplemente seguía siendo ella, igual como el primer día, igual a como David la
tenía en su mente: Con el largo y trenzado cabello negro como su alma, con una
sonrisa radiante y una piel canela. Sin olvidar los ojos como el chocolate. Lo
saludaba como a alguien más, no rehuía su mirada, no lo contemplaba con pánico,
o hablaba con la voz temblorosa por los nervios. Para ella, y claro está, para
su total alegría, Pequeño Roedor ante los ojos chocolate de Linda, no era
alguien distinto a un niño llamado David Farey. Cada vez que lo recordaba y
sentía, olvidaba por completo a los chicos con poderes, y dejaba agazapado,
alerta, pero domado a su lobo interior. Quizá pudo ser feliz de esa manera, o
incluso, en un futuro pudo ser distinto el final entre Linda King y David
Farey, pero esa mañana…
Como de costumbre, Pequeño Roedor se despertó pocos segundos
antes de que el reloj amenazara con matarlo de un susto. Como cada mañana,
tendió su cama, se duchó, se lavó los dientes, repasó el horario de clases,
ordenó todo cuanto debía ordenar en su habitación y guardó el arma del lobo. Su
fiel navaja de resorte con quince centímetros del mejor acero que un niño podía
robar. Una vez más, Linda fue casi lo primero que ocupó sus pensamientos, antes
de que lo hiciera lo que, desde hacía un mes, lo molestara cada mañana. El
picor en la palma de su mano derecha. Seguía igual que siempre, pequeña, un
poco amarillenta, sin nada notable. Solamente un picor soportable, pero que
traía consigo cierta incomodidad que no agradaba del todo a David. Por un
instante atravesó por su mente, como cada mañana desde hacía un mes, la alocada
idea de que un poder como el de ellos estaba despertando en su interior. Como
cada mañana desde hacía un mes, desechaba al instante la idea. No le gustaba
hacerse ilusiones, y pensar en eso definitivamente era un camino directo a la
locura. Suficiente tenía con Linda King.
El lobo olfateaba, el lobo gruñía, caminaba en círculos y
advertía mientras en la mesa junto a sus padres tomaba el desayuno. ¿Qué
ocurría? Al mirar por la ventana, el día tenía todo el aspecto de ser un día
igual a cualquier otro. Sus padres no sufrían ningún cambio distinto a la ropa,
que día tras día utilizaban una diferente para ir al trabajo, y el gato
mantenía la distancia, como solía hacer cuando Pequeño Roedor andaba cerca. La
casa no tenía nada diferente… nada parecía fuera de lo normal y, sin embargo,
el lobo seguía gruñendo en su interior, avisándole que algo andaba mal, y si
no, pronto lo estaría. Por ello se retrasó, por ello esperó a que sus padres
salieran, y obedeciendo al lobo, agregó algo más a su bolsillo izquierdo.
Seguía alerta, seguía vigilante, continuaba al acecho, siempre dispuesto a
saltar sobre la presa, a entrar en la cacería, pero ya tenía colmillos y
dientes. El lobo estaba tranquilo. Con un asentimiento, Pequeño Roedor se fue a
clases.
Como cada mañana, los gritos, el estruendo de centenares de
ruidosos estudiantes amenazaba con destruir la propia existencia, y como cada
mañana, todos volteaban a mirar a el Pequeño Roedor. Al instante fingían
demencia, desviaban la mirada y seguían metiendo ruido. El profesorado actuaba
de la misma forma al tropezar por error con la mirada del niño, y con sonrisas
ensayadas le daban los buenos días, mientras una parte de ellos esperaba que el
chico se mudara de barrio, o simplemente desapareciera. La excepción, como cada
mañana, la marcaba Linda King con su cabello negro y sonrisa radiante.
–Hola, David –nada de Pequeño Roedor, comadreja o cualquier
otro apelativo. Para ella, siempre era David Farey–. Espero que hayas tenido
una buena noche, y que tengas un buen día –¿Cómo podía ser tan… linda?
–Hola, Linda –respondió, echando un rápido vistazo a tres amigas
que detrás de Linda, lo miraban con algo cercano al pánico. Por supuesto. A
cada una tuvo que entregarle un regalo en algún momento–. Sí, he tenido una
buena noche. Y hasta ahora, he tenido una buena mañana. ¿Tú? ¿Cómo te preparas
para los exámenes de hoy? –Y extrañamente, frente a Linda solía comportarse.
Nada de respuestas bruscas, mal entonadas, con tacos y palabras cortadas.
–Creo que bien –respondió apartándose un mechón de cabello
rebelde que se había soltado de su trenza. David jamás creyó que un gesto tan
simple fuese tan hermoso–. No estudié lo suficiente. Me he descuidado un poco.
Estoy pendiente de mamá y de un par de series –de pronto el rostro de Linda se
iluminó, tanto como el propio amanecer–. ¿Las has visto? Ya sabes, la que
transmiten en el canal 7. La de las jóvenes brujas y la de los chicos con
poderes.
–No, pero ya que me las mencionas, les echaré un vistazo –y
por su propia vida, era algo que pensaba hacer. A menos así tendría un tema de
conversación.
En el preciso instante en que Linda abría la boca para
responderle, la campana de entrada cortó lo que iba a decir, y los envió
directamente a sus aulas.
–¡Nos vemos más tarde! –Y con la trenza rebotando en su
espalda, Linda se alejó a la carrera.
Dudaba que fuese algo de interés, o medianamente
inteligente. David no veía series de televisión de ningún tipo porque
precisamente carecían de todo valor, o de algo llamativo para alguien como él.
Sin embargo, con Linda podía ver, escuchar, y hablar de cualquier cosa, siempre
que ella se lo pidiera. Algo sumamente estúpido, pero que no sabía
controlar. Cuando el vigilante le
preguntó si pensaba quedarse en el patio toda la mañana, David dejó que el lobo
apareciera un poco y mostrara los colmillos. Miró de pies a cabeza al
detestable sujeto, y por toda respuesta dijo:
–¿Todavía engaña a su mujer con la cocinera?
Con una diversión interna que no se exteriorizaba de ninguna
forma, Pequeño Roedor tenía exactamente media hora mirando fijamente a la
maestra de matemáticas. Una bruja estirada, pálida como el yeso, con una cara
que David encontraba algo difícil de definir con su gran nariz, una frente que
serviría de pista de aterrizaje, cabello sujeto en un moño apretado, labios más
bien trazados con un lápiz cualquiera, y una delgadez que pudiese compararse a
la suya propia. Pequeño Roedor reconocía que no se caracterizaba precisamente
por su agudeza e inteligencia, y cada vez que podía, que normalmente solía ser
cada día de la semana, la maestra se enfocaba en dar a conocer su poca destreza
con los números. Le lanzaba preguntas que David solía errar en parte, lo
enviaba al pizarrón y una que otra vez, lo enviaba a hacer trabajos grupales,
para luego regodearse de alguna forma en la incomodidad de sus compañeros. Lo
que la maestra ignoraba, es que él era el lobo.
Tenía paciencia, y manos ágiles. Colarse en su casa en horas
inapropiadas no fue ningún problema. Hablar con los únicos dos chicos que lo
temían e idolatraban a partes iguales tampoco fue problema. Uno conocía todo
sobre ordenadores, y el otro era un bruto de enorme tamaño. David comprendía
que ambos, a su particular manera le serían de utilidad y por ello, de vez en
cuando les permitía acercarse a él y lamer su mano… de forma metafórica.
Explorar y conocer un poco sobre la vida de la maestra no fue problema, y
gracias a ello, esa mañana la profesora parecía estar al borde de la histeria.
No dejaba de secarse el sudor de la frente, de revisar una y otra vez su
cartera, como si algo se le hubiese perdido, y por supuesto, no dejaba de
echarle miradas de pánico al niño que la miraba fijamente, minuto tras minuto.
Ni siquiera se atrevía a dirigirle la palabra. Sabía que él era el de los
rumores, el que todos temían. De alguna forma quiso imponerse humillándolo en
clases, y ahora pagaba las consecuencias. De ninguna forma podía señalarlo con
el dedo y pedirle que le devolviera un par de cartas, una fotografía, y menos
aún podía pedirle que confesara que él fue el encargado de dejarle una nota con
una uva y un par de alfileres. Posiblemente se torturaba segundo a segundo,
preguntándose si también habría explorado el contenido de su ordenador. David
junto a la oveja experta en computadoras se habían encargado de dejarlo
encendido. Sin nada en pantalla, pero no necesitaba nada más. La duda serviría
como castigo.
–Entreguen sus exámenes los que aún no hayan terminado
–anunció rápidamente la profesora al oír la campana del recreo–. Los demás ya
pueden ir saliendo –y por un instante la maestra contempló a David y su leve
sonrisa, antes de desviar la mirada y lamerse los delgados labios de forma
nerviosa.
Nadie se extrañaba ya al ver a un niño de baja estatura
caminar con unos pantalones algo grandes para su estatura, mirando con algo
parecido a burla a cuantos lo rodeaban, siempre solitario, sin el más mínimo
rastro de estar perdido en sus pensamientos. Parecía vigilar cada movimiento,
cada paso que daba quienes lo rodeaban. Muchos aprendieron a mantener la
distancia por las buenas, y en gran parte por las malas. Incluso en la cantina
del colegio las cocineras preferían tratarlo con falsa cortesía. De alguna
manera el chico sabía unas cuantas cosas sobre ellas y la cocina, así que tras
recibir una de las famosas cartas, y algunas fotografías, todas optaron por el
camino más obvio: hacer caso de los rumores y tratarlo bien. Siempre pagaba lo
que comía, más de haber pedido algo y haberse largado sin pagar, ninguna
hubiese movido un dedo para detenerlo, menos aún para cobrarle.
Desde el inicio de clases sus pies siempre lo llevaban a un
punto de la secundaria, más allá del patio principal. Para él nunca tuvo nada
de particular, igual que las instalaciones, mas allí, en ese patio secundario,
más bien apartado, pocos niños se acercaban a él. En algunos casos lo hacían
para conocer y explorar un poco sobre eso llamado sexo, masturbación, manoseo y
sexo oral. Desde que Linda y su grupo de amigas pisaron el liceo, el patio
perdió su usanza principal y se convirtió en un simple patio de recreo. Ahora
los jóvenes se dedicaban a charlar, contar chistes de todo tipo, en ocasiones
jugaban cualquier tontería o simplemente en mitad de cada actividad, también se
dedicaban a cambiar tazos o barajitas. Un patio normal en un liceo normal, en
mitad de un barrio normal, y con niños más o menos normales.
El lobo volvía a gruñir, y estaba listo para atacar. Esa
mañana definitivamente no era como cualquier otra. Por eso al llegar al patio
secundario, Pequeño Roedor se dirigió sin vacilación hasta donde Linda junto a
sus inseparables amigas tomaba el desayuno.
–Hola, Linda. Espero que tengas un buen provecho –saludó cortésmente,
casi riéndose en la cara de las amigas de Linda. Una incluso se había ahogado y
escupía trozos de tequeño cada vez que tosía.
–Muchas gracias, David –eso casi lo obligó a sacar un inexistente
pecho. Apenas y tenía los huesos pegados a la piel, pero no por ello dejó de
sentirse como un gigante. Linda ni había volteado a ver qué le ocurría a su
amiga–. ¿Comiste algo? Siempre pasas por aquí, aunque sea con una galleta,
pero… ¿te sientes bien?
–Totalmente bien –luego tendría tiempo de lamentarse de
haberle mentido con eso. No, no se sentía nada bien, y cada vez estaba más
inquieto. Volteaba una y otra vez a mirar sobre su hombro, esperando que algo
ocurriera–. Lo haré más tarde. Hoy no tengo hambre.
–¿Quieres un poco de mi tequeño? De hecho, puedes comértelo
todo. Ya estoy satisfecha –David no recordaba la última vez que se quedó
exactamente como las amigas de Linda. Petrificado, sin saber qué decir–. ¿No
quieres?
–Por supuesto que sí, sólo que… pensaba en las palabras
adecuadas para darte las gracias.
–No te preocupes –dijo Linda con un encogimiento de hombros,
sonriendo ampliamente al ver como David se comía el tequeño–. Esta mañana, y
todo el rato que llevas aquí te has estado tocando mucho la mano derecha.
¿Tienes algo? ¿Te duele? –Las caras de las amigas de Linda gritaban que David
no tenía algo, sino todo, y nada bueno. Sin embargo, Linda le agarró la mano a
David como si nada, y la miró detenidamente–. ¿Por qué tiemblas? ¿Te duele mucho?
Creo que tengo una pastilla…
–No es eso. No te preocupes –se apresuró a decir Pequeño
Roedor, tratando de disimular su incomodidad echando otro vistazo sobre el
hombro. No estaba seguro, pero creía que algo de colores se veía por encima del
liceo–. He tenido… calambres. Creo que es algo muscular, aunque no estoy
seguro.
–Deberías ir al médico. Puede ser algo malo –posiblemente,
cuando él ya no estuviese por ahí, las amigas de Linda le recomendarían que se
lavara con betadine y alcohol absoluto la mano, para quitarse lo malo de David,
que era él en su pura existencia. Pequeño Roedor podía ver eso claramente en
sus caras y en sus miradas.
–Estaré por aquí. Si necesitas algo, sólo debes pedírmelo –y
las palabras que dijo Linda a continuación cambiarían para siempre la vida de
David Farey, mejor conocido como Pequeño Roedor.
–Sí… no lo sé, David, pero… ¿tendrás algo de cambio? Debo
completar… perdona, pero mis amigas tampoco tienen, y quiero comprarme algo…
–Pequeño Roedor jamás creyó que alguien se ruborizara frente a él como no fuese
por miedo, llanto, vergüenza al quedar con los pantalones en los tobillos
frente a media escuela.
–Ahora mismo no tengo, pero sólo dame un momento y te lo
conseguiré.
Rápidamente se alejó del banco donde estaba Linda, pensando
en cuál niño molestaría para que le diera su cambio. Mas en primer lugar debía
revisarse la mano. Por ello se alejó al punto más escondido del patio, donde
nadie pudiese verlo. La mano seguía como siempre, aunque los músculos no
dejaban de sufrir espasmos involuntarios. No podía ver nada diferente en su
mano, pero la picazón y agudas punzadas no dejaban de provocarle un fuerte
dolor. Incluso, de alguna extraña manera sentía como si una electricidad salida
de alguna parte recorriera de arriba abajo su brazo. Por ello y para mitigar el
dolor, se dedicó a sacar tierra del suelo con el zapato, pensando en la
petición de Linda. Tampoco quería hacerla esperar mucho. Apenas el dolor… los
pensamientos se dispersaron al ver lo que tenía a pocos centímetros de su pie.
Una moneda semienterrada, y en perfectas condiciones.
Incluso estuvo dispuesto a jurar que estaba recién sacada de un molde. Era
perfecta. Y de buen valor. Una moneda de cien que posiblemente a algún idiota
se le cayó la semana pasada. Al seguir revolviendo la tierra con el pie, fue
descubriendo más y más monedas que yacían enterradas. Parecía más bien cosa de
un milagro. Rápidamente, y sin preocuparse mucho en el motivo de que estuvieran
allí, las recogió y se dirigió hasta donde Linda.
–Aquí tienes, para que puedas comprarte ese algo que quieres
–varias monedas perfectas, brillantes y de buen valor cayeron sobre las manos
de la niña.
–Vaya, David, pero esto es mucho. Tampoco…
–No te preocupes. Tengo más. Esas son para ti.
–¡Gracias! Te debo un enorme favor. Si necesitas algo, sólo
debes decírmelo, ¿vale? –Por toda respuesta, David asintió. Ni siquiera se veía
capaz de hablar con la alegría que tenía atorada en la garganta.
Rápidamente se alejó al mismo punto donde había descubierto
las monedas. El lobo estaba agitado, incluso algo asustado. El resplandor que
viese encima del liceo incrementaba de tamaño, y su color poco a poco se iba
pareciendo más al del fuego. No entendía qué ocurría. En un momento iría allá y
vería de dónde procedía esa extraña luz. Por ahora Linda estaba lejos de eso,
por si acaso resultaba ser peligroso, pero él… él tenía que ver qué ocurría en
un lugar más cercano.
Al llegar al mismo punto donde desenterrara el grupo de monedas,
se topó de frente con Gilberto, el típico niño de gafas cuadradas, ropa
desaliñada y aspecto general de dar mucha lástima. No podía ser de otra manera
cuando era el más pobre de la escuela, y el blanco de esas burlas y bromas
pesadas que sufrió David durante un pequeño e intenso mes de su vida. Tuvo que
verlo sacando monedas del suelo desde algún punto del patio, porque en ese
instante intentaba conseguir cambio de cualquier forma. Claramente no tenía
buenos resultados, porque Pequeño Roedor contaba tres agujeros de tamaño medio,
y ni una sola moneda.
–Parece que se te perdió algo ahí, ¿no? –El salto que dio Gilberto
le sacaría mil risas más tarde a David, pero en ese instante era el lobo. Debía
conservar el talante inexpresivo, por más cara de desamparado que tuviese Gilberto.
–No, David, es que verás… sabes que…
–No me interesa. Imagino que me viste sacando monedas a lo
loco del suelo. Tu pobreza te empujó a conseguir algo también, pero no sacas
nada. ¿Sabes por qué ocurre eso? –Por toda respuesta, el aterrorizado niño negó
con la cabeza–. Es simple: No hay nada para ti.
La cara de Gilberto era todo un poema. David ni se preocupó
por él. En su lugar, volvió a mover la tierra con el pie, y una nueva moneda
apareció. Al recogerla, vio que era casi igual que las anteriores, aunque esta
tenía algo extraño. Tenía todo el aspecto de ser nueva, reluciente y perfecta,
pero los detalles aparecían indefinidos, como una fotocopia mal realizada. Con
indiferencia se la lanzó a Gilberto y fijó su atención en el suelo. La mano
derecha prácticamente palpitaba con vida propia y le pedía lo que un instante
después hizo: inclinarse, sacar un poco de tierra y un segundo después,
retirarla sosteniendo en la mano una enorme moneda de lo que claramente sabía,
era plata pura de alta calidad. Una parte de su mente chillaba que a partir de
ahora sería uno más, uno de ellos, y otra parte gritaba a todo pulmón que no,
que seguía siendo un chico más o menos normal, y que todo se lo estaba
imaginando.
La sucia mano de Gilberto apareció temblando en su campo
visual, y casi intentó arrancarle de la mano la enorme moneda. No reconocía el
escudo, ni el valor, ni absolutamente nada de ella, pero valía por su propio
peso y calidad del metal, y por más hambre y enfermedad que padeciera Gilberto
y su familia, ese no era su problema, menos aún su responsabilidad.
De un manotazo se quitó de encima al niño, se guardó la
moneda, porque era la primera y, por ende, sería desde ahora su moneda de la
suerte. Rápidamente metió la mano en la tierra y sacó otras seis en rápida
sucesión.
–David, por favor… no sé qué ocurre, por qué sacas esas
monedas, pero sé reconocer la plata. Esa es de alta calidad. Me ayudarías mucho
si me regalaras una…
–Toma, ratón de biblioteca –con indiferencia David se las
tiró encima, se dio media vuelta y comenzó a alejarse, porque ya sabía lo que
ocurriría–. Ni una palabra de quién te la regaló. Ya sabes lo que le ocurre a
las personas que han visto a ellos con sus poderes.
Gilberto asintió y se alejó corriendo. Pequeño Roedor sabía
que el chico no diría nada. Posiblemente vendería las monedas en alguna joyería
donde a cambio de una comisión, el dueño jamás habría visto nada. Él mismo
conocía una docena de lugares como ese. No sabía qué podía hacer, aparte de
correr y alejarse del liceo. El aura que contemplara minutos antes ahora
brillaba en un naranja intenso, y un par de segundos después, la alarma comenzó
a retumbar por todo el barrio.
Una nota larga que iba subiendo de tono, quizá una octava y
media, o dos completas, luego tres notas seguidas, y vuelta a empezar. David Farey
la conocía perfectamente. No porque en su barrio algún chico de repente
descubrió que tenía poderes, sino por la famosa internet, y la insoportable
televisión. A los seis meses de que despertaran y se informara de los primeros
casos de niños y jóvenes con poderes sobrenaturales, no sólo comenzó su
cacería, sino que, al instante, trataron de encontrar una forma de alertar a
las fuerzas especiales de que un posible caos acababa de descubrir el daño que
se podía hacer con poderes sobrenaturales. Un científico de alguna forma
comprendió que minutos antes de que el poder despertara, una fuerte acumulación
de energía se reunía en torno al niño o adolescente, y que con ciertos censores
no sólo podían detectar esa fuerza, sino también alertar sobre ella. Un año más
tarde fueron instalados múltiples dispositivos que alertarían al gobierno y a
la gente. Esos jóvenes eran temidos, y después del caos que podían montar un grupo
de ellos, muchos gobiernos al nivel mundial decidieron encerrarlos en algunos
casos, matarlos en otros, o intentar sacarles un provecho cívico. Por
desgracia, en el país de David Farey, la opción era ser encerrado. Desconocía
por completo lo que ocurría en el mundo de ellos y las decisiones que se
estaban tomando en ese preciso instante.
Por lo que David podía ver, con total calma y dejando que su
mente analítica tomara el control, la energía máxima se estaba concentrando en
el ala norte del liceo. Por suerte Linda permanecía en el mismo lugar, mirando
con la boca abierta lo que ocurría. Estaba lejos de cualquier peligro, pero él
no podía decir lo mismo. Al levantar la cabeza, a un par de metros por encima
flotaba un aura de color plateado. Al final sí resultó ser un chico con
poderes, y ahora, una fuente de problemas peor de lo que podía llegar a
creerse. Debía salir cuanto antes del liceo y perderse. Esa aura no duraría
mucho, y luego no tendrían forma de encontrarlo hasta el momento en que
comenzara a utilizar de forma descarada su fuerza, aterrorizando a todo mundo.
Cosa que ya iba haciendo el otro joven que acababa de descubrir que el fuego es
un elemento francamente destructivo.
Los niños corrían, se caían, otros pasaban por encima de
ellos, se pateaban, se golpeaban, chillaban y seguían corriendo. Por suerte,
Linda y su grupo de amigas se alejaron lo más posible, escondiéndose en alguna
parte del patio secundario. Eso estaba muy bien. No correrían peligro alguno.
Ya podía contar varios cuerpos tendidos en el suelo, y eso que el joven, o
quizá la chica con el poder del fuego aún seguía en el liceo, provocando
explosiones y acabando con todo. Con parsimonia, sin apartar las manos de los
objetos que llevaba en los bolsillos, David se dirigió hacia la puerta más
lejana, cerca del estacionamiento. Sabía que, cegados por el miedo, la mayoría
pensaría salir directamente por los portones principales, por donde casualmente
comenzaban a llegar los camiones del ejército. Pocos minutos después, los
disparos esporádicos comenzaron a terminar de aterrar a los jóvenes. El caos
era absoluto.
Desde la casi segura distancia desde donde estaba, Pequeño
Roedor contemplaba la escena con analítica indiferencia. Estaban centrados en
el aura principal y la hoguera en la que estaba convirtiendo el liceo. Incluso
vio caer a varios militares que rápidamente fueron pisoteados por los aterrados
estudiantes. Difícilmente sobrevivirían. Además, varios de los disparos
alcanzaron a niños inocentes. La mejor parte vendría a continuación, cuando los
militares pudiesen entrar en las aulas. Verlos enfrentarse contra un tornado de
fuego como el que estaba acabando con el liceo debía ser algo sumamente
emocionante, pero David Farey ya debía estar lejos para ese entonces. No quería
convertirse en el siguiente blanco de los disparos.
Tras empujar a unos pocos, pasar por encima de un par de
chicos que jamás volverían a levantarse, y luego de haber utilizado un par de
veces su fuerza para quitarse de encima a niños que gritaban aterrorizados, David
pudo llegar hasta la puerta, atravesarla y salir a la calle, donde un sujeto
con una larga gabardina lo esperaba.
–Eres uno de ellos –ni se presentó, ni saludó, ni nada. Lo espetó
de forma directa, casi con odio.
–No es tu problema –dijo David retrocediendo varios pasos.
Sobre todo, al notar que el sujeto parecía estar malherido. La camisa que
llevaba estaba rota en varios sitios, y algunas heridas todavía rezumaban
sangre fresca.
–Espera, chico. Las cosas han cambiado. Por tu propio bien
debes venir conmigo. Corres peligro…
–Me parece que el peligro lo corres tú –a pesar de su
frialdad, David no podía negar que la situación lo tenía ligeramente incómodo.
Por eso sacó la pistola que había robado tres años atrás a uno de los
profesores, y apuntó directamente al sujeto. Sobre todo, al ver cómo se
endurecía el talante del hombre.
–Mira, niño, no hay tiempo para estas cosas. Pronto
recordarán que hay una segunda puerta y vendrán por aquí. Todos los que son
como tú corren un grave peligro. Dame esa pistola y acompáñame. Es por tu
propio bien.
David Farey no tenía la más mínima idea de lo que hablaba
ese sujeto. Ni siquiera sabía quién era. además, estaba herido, y aunque
trataba de fingir amabilidad, a cualquiera… o a menos a él le quedaba claro que
el sujeto odiaba, o desconfiaba de los niños como él. Y como el que en ese
instante provocaba una explosión tremenda en el liceo. ¿Qué hacer? No conocía
nada sobre los poderes, fuera de lo que se hablaba en internet, y como todo en
ese medio, tan sólo con colocar las palabras “niños con poderes”, saltaba tal
cantidad de información que podía llenar medio país con una cuarta parte de los
resultados. Pudo sacar varias cosas en claro, mas seguía ignorando la gran
parte. Unas cuantas sí comprendía perfectamente, y era esa que decía su madre
normalmente.
–No te creo –y al instante jaló del gatillo cinco veces.
La sacudida del arma apenas hizo que su mano se moviera. Su
fuerza incluso estaba aumentando, y la puntería, si bien no fue la mejor, igual
arrojó los resultados esperados. Cinco flores sangrientas se abrieron en el
pecho y abdomen del sujeto, los niños que miraban alucinados la escena
comenzaron a gritar, a empujarse y a correr desesperados. En pocos segundos
estaría el ejército en esa puerta, pero a menos ya había un peligro menos. Al
ver el cuerpo tendido en el suelo del hombre, cerca del de otros seis niños
claramente pisoteados, no supo qué pensar. Como siempre, dejaría que el lobo
analizara y estudiara a fondo los sentimientos acerca de haber matado a alguien
por primera vez. Debía sentir algo, pero no sabía exactamente qué.
Las llamaradas en el liceo se hicieron más grandes, y varias
ráfagas de ametralladora se unieron a la algarabía general. La alarma seguía
sonando a toda potencia, y por el ruido que iba en aumento, ya los militares
debían acercarse.
Al darse la vuelta, David vio a las únicas dos ovejas que
permitía acercarse a él, ambos de pie junto a un auto particular.
–David, el sujeto al que has matado… en realidad creo que
quería ayudarte… –tartamudeó el experto en computadoras, antes de agregar–.
Realmente creo que estos hombres te quieren ayudar…
–Niño, no hay tiempo que perder –gritó de pronto un adulto
asomando la cabeza por la ventana, mandando a los otros dos a entrar en el auto
–. Los militares están aquí. Más te vale que te subas al auto –el lobo lo
sabía. Ya no quedaba nada por perder.
De un salto se subió, cerró la puerta, y mientras el chofer
pisaba el acelerador y salía a toda pastilla del lugar, David estiró la mano
izquierda y apuntó directamente al copiloto, el que ya se había dado la vuelta
para mirarlo fijamente.
–¿Quién eres tú? ¿Qué es exactamente lo que quieren?
–Tranquilo, niño. Ante todo, debemos calmarnos. No deberías
tener esa pistola. Por favor, entrégamela.
–No sé quién eres. No confío en ti. Menos aún si voy a
quedar desarmado. ¿Por qué en su lugar tú no me entregas la tuya? –pero el
copiloto cometió un error. Al lobo jamás se le debía decir qué hacer.
–No seas ridículo. Esto no es un juego. Entrégame el arma y
hablaremos… –el copiloto dio un salto cuando el disparo de David penetró su
hombro derecho, obligándolo a cerrar la boca. David simplemente no quería oír
tonterías.
–¿Qué te parece si tú me respondes a lo que quiero saber?
–Inquirió Pequeño Roedor apuntando directamente a la sien del piloto.
–Niño, eres un peligro. Acabas de meterle cinco balazos a
uno de mis compañeros.
–Pues… este ya tiene uno, y tiene suerte de que no le haya
metido otro. Si dejaran de tratarme como a un niño, a lo mejor comenzaríamos a
entendernos. Aunque creo que debo volver contigo –agregó al darse cuenta que,
si mataba al piloto, posiblemente terminaría muerto cuando el auto se
estrellara.
–No pertenecemos a ningún cuerpo de seguridad nacional
–comenzó a decir el copiloto al notar que el arma volvía a apuntarlo
directamente al pecho–. Nada de CIA, organismos gubernamentales… nada. Somos un
cuerpo independiente que ha surgido con la finalidad de dar apoyo, incluso
aprovechar las habilidades de niños y jóvenes como tú. Ya tenemos a chicos con
poderes en nuestras filas, y algún maldito traidor. Uno de los niños tiene la
capacidad de saber con mayor antelación el lugar donde un nuevo chico como tú
despertará. Cuando veníamos en camino un auto nos emboscó. Mataron a uno de
nuestros compañeros y dejaron malherido al otro que tú asesinaste. Acabamos con
ellos, pero llegamos tarde. Dudo que el niño que ha lanzado esas llamaradas
sobreviva por mucho tiempo. Es la nueva orden del gobierno: Matarlos a todos.
Varios nos rebelamos contra esa decisión desde el momento en que fue planteada,
un año atrás. Fundamos una organización clandestina gracias a ese niño que te
digo, y tratamos de aprovechar sus habilidades. No sé cuál es la tuya, pero
sólo te pedimos un voto de confianza. Quizá no hemos comenzado de la mejor
manera, pero entenderás que luego de sufrir una emboscada y haber perdido dos
compañeros, lo que menos tenemos es ganas de comportarnos de forma civilizada.
Lo entendía perfectamente. a lo mejor por eso Pequeño Roedor
sólo le pidió que le entregara su pistola al copiloto, como muestra de
confianza. Luego la guardó y se quedó mirando el horizonte que pasaba veloz por
su ventanilla. El sujeto con alguna ampolla extraña se había cortado la
hemorragia y mitigado el dolor. Sus dos ovejas estaban claramente aterradas,
pero lo seguirían a todas partes. Eso estaba muy bien. esperaba que Linda
también lo estuviese. Por ahora seguiría a estos hombres y conocería todo
cuanto debía conocer sobre los chicos como él. En su momento esperaba poder
encontrar a Linda nuevamente, y pedirle que lo acompañara al cine, y luego a
comer algo. El futuro seguía siendo un borrón blanco en su mente, pero todavía
estaba vivo. Así que seguía escribiéndose. Ahora podía ser uno muy distinto
junto a Linda, por ejemplo, que seguía siendo el centro de su atención. En
cuanto a sus poderes… iba teniendo una idea bastante clara de lo que
desarrollaría en algún momento. Por ahora sólo serían monedas de plata, pero
más adelante… y ahora que lo pensaba, Pequeño Roedor acababa de morir allá en
el liceo. Ahora existía David Farey, y por qué no. ahora podía llamarse de esa
forma: “Moneda de plata”.
Me encantó, realmente bueno, como todo lo que escribes. Voy a por sendero...
ResponderEliminar